lunes, 6 de junio de 2016

El Laberinto y los arquetipos ancestrales: Iniciación, cambio, resurrección...


"Recorrer el laberinto desde la entrada hasta el centro es construir una metáfora viva de la historia del hombre en su dimensión universal, que se corresponderá con el camino de la vida del hombre en su dimensión individual cuando el héroe- peregrino recorra la vía de regreso: pura liturgia cósmica. La llegada al gran espacio central representa la resurrección de Cristo. Le queda ahora al individuo desandar todo el laberinto replicando los pasos del Salvador (pues ya hemos visto que el camino de ida es simétrico al de regreso) para conseguir su propia resurrección y alcanzar la vida eterna en la apocalíptica Jerusalén celeste: el final del camino de regreso, el exterior del laberinto, es el mundo entero trascendido".

"Soy yo (el laberinto) cuando sentís que las curvas de vuestros pasos en la vida están dirigidas; soy yo cuando intuís una armonía en vuestro peregrinar diario; yo, cuando un sagrado centro es vuestra meta; yo, cada vez que la última curva parece que os aleja del objetivo; yo, cada vez que morís en vida y volvéis a renacer".


"La última curva del laberinto es la más peligrosa. Muchos han llegado hasta ella y, confundidos, se han dado la vuelta, sin jamás alcanzar la salida, condenados a vagar eternamente en las galerías oscuras del misterioso edificio. Es la misma curva que te sorprendió pocos metros antes de alcanzar el centro, ¿recuerdas?: tu camino parecía ya vencido y sin embargo el pasillo recto giró inesperadamente a la derecha, alejándote con desconcierto de un final que presuponías inmediato. ¿Nunca has advertido esa última curva en tu propia vida? ¡Cuántas veces has creído estar a punto de alcanzar un objetivo, una tarea o un sueño, cuando instantes antes de conseguirlo, un último obstáculo, una última contrariedad inesperada se ha interpuesto en la misión! Entonces, las dudas se apoderaron de ti y creíste que todo el enorme esfuerzo que te había llevado hasta allí se había echado a perder en un instante. Abatido y furioso, tal vez tiraste la toalla para lamentarte sin consuelo el resto de tu vida. Esa es la curva final del laberinto: inoportuna, impía y decidida a acabar con tus últimos ánimos, justo cuando estás más exhausto y anhelas con más ansias el final. Pero no debes temer a esta última prueba: también ella es ley del laberinto. Con ella el recorrido completa su perfección. Si ella no estuviera, no sería un laberinto verdadero el que transitas, y por lo tanto no sería el tuyo un proceso de verdadera metamorfosis. La prueba final que te depara este viaje es una cuestión de fe. La última curva del laberinto se vence en un acto de confianza: parece que te aleja de la salida, pero pronto se dobla sobre sí misma y regresa a la vía recta que culminará tu viaje. Solo tenías que ser un poco más paciente. Muy pronto estarás fuera del laberinto".



"Ariadna, fiel al eterno femenino, aguarda al héroe en la puerta del laberinto, sola y en pie. (...)

Ariadna está quieta, firme, rígida como una esfinge. Se ha convertido en la guardiana de la puerta de salida. Sus dedos se aferran al filamento blanco que desde su puño cerrado vuela firme y tenso perdiéndose en la oscuridad de la primera galería del laberinto. Le consuela pensar que el ligerísimo cordel la conecta frágilmente con el héroe, a cientos de metros de intrincada distancia. Es Teseo el que, huso en mano, teje como Penélope la urdimbre pétrea de los anillos concéntricos, enhebrando con cada nuevo paso las falsas puertas, las rampas, los túneles y pasadizos. Muerta la bestia, deshará la primorosa tela de araña, en meticuloso orden, punto por punto, desandando el exacto camino, pisando con rigor cada una de sus propias huellas. El hilo asegura la única trayectoria: la que en su conjunto recorre los intestinos del rompecabezas, el rastro de Teseo, la suma de espacios residuales entre muro y muro y, por lo tanto, el negativo del diseño de Dédalo. Si los muros desaparecieran y quedara el hilo de Ariadna nada más, este revelaría el trazado del verdadero laberinto, y sus verdaderas leyes de composición.

Laberinto de la Catedral de Chartres.


"La ley del laberinto lo advertía: el camino de regreso ha de ser el mismo que el de ida, pero inverso.
El laberinto es un espacio inhabitable. Ya lo hemos dicho: solo los dioses o los monstruos pueden habitar un espacio sagrado. Jamás los hombres, a excepción de los locos. Y cuando hablo de habitar, lo hago desde el significado profundo de la palabra: habitar es asunto de hábitos, de costumbres, de dinámicas humanas, de proyección en el espacio que da cobijo y hogar. Ivan Illich, lúcido y siempre certero, nos recuerda que habitar, arte exclusivo de seres humanos, es «imprimir en el entorno la huella de la vida». El hombre que habita conoce, reconoce, convive, construye y comprende el pedazo de mundo que le ha sido otorgado y hace suyo. 
El espacio se convierte así en una extensión de su ser, sensible a los procesos del habitante, y se hace susceptible, testigo y reflejo de su camino vital, con sus éxitos y fracasos, penas y alegrías (...)"




"Ariadna es la luz y la vida: la resurrección del hombre nuevo. Sus ojos claros y brillantes limpian al héroe de su noche oscura, de su bajada a los infiernos. El hilo de la princesa es la unión con la vida, el vínculo sutil y quebradizo que nos permite continuar la existencia en el mundo habitable, superado el trance de la metamorfosis. Al cruzar el umbral de la salida, Teseo se aferra lloroso al vientre de la mujer, abrazando la existencia natural, la dimensión habitable de la realidad. En ese momento, ella es más diosa-madre que mujer-amante, y responde al gesto con calma y ternura. Ariadna es el amparo de un nuevo orden, el campo fértil y primaveral donde labrar un nuevo presente: la tierra prometida que mana leche y miel. Eterno femenino.

Ariadna es la esperanza en medio de la degradación que se niega a cambiar. Hay una inercia enfermiza en el ser humano que heredamos de nuestro padre Adán cuando fue despedido del jardín del Edén: la obsesiva afición por conservar lo caduco, por resistirnos con vehemencia a la transformación. Agarrarse a lo malo conocido, temerosos de lo bueno por conocer: pecado capital que imposibilita la ley universal del cambio. La condición humana permite con excesiva facilidad que lo desfasado perdure sin razón de ser, macerando su inevitable descomposición, impidiendo la puesta en marcha de lo nuevo. Y el cadáver de lo anticuado se rodea entonces de un ejército de aves de carroña que, en nombre de una tradición inquebrantable, se afanan por salvaguardar viejos usos, pulir prejuicios, conservar miedos y repetir hasta la enfermedad errores confirmados por una evidente infelicidad. Los ministros de la tradición, casposos, gordos, calvos, se aferran a que todo pasado otorga identidad, pero olvidan que la vida es eterno presente.

La luz de Ariadna es aquella que sobrevive milagrosamente en medio del agua estancada y putrefacta. Es la certeza de la invalidez de lo obsoleto cuando todos a su alrededor defienden con uñas y dientes lo contrario. Por eso Ariadna es marginal, ojerosa, alérgica, pálida y desnutrida: es una superviviente. Pero ese continente flaco y desabrido es en verdad relicario de una fuerza luminosa que estalla en los ojos de la princesa. Los muertos en vida no la comprenden y les resulta incómoda. Ariadna sueña con encontrar el paraíso perdido donde brota la fuente de esa magnífica luz que la habita y alimenta su piel láctea, tersa, inmaculada. Ella, como el alma en Platón y como el rabino galileo, sabe que su verdadero reino no es de este mundo.

Teseo no es su amor: es su medio para huir y su salvación. Le atrae del héroe su resolución, su impertinencia, su falta de escrúpulos y su carácter eminentemente activo. Ariadna, por el contrario, tiene la pasividad de quien vive aguantando, soportando, esperando, deseando. Una energía muy distinta al ímpetu voraz y a la implacable extroversión del de Atenas. Pero ambas energías deben unirse para completar el milagro. El camino de ida será masculino. El de regreso será femenino. En esa justa unión de opuestos se completará la metamorfosis. Orfeo baja solitario al Hades, pero regresa (casi) con Eurídice, por intercesión de la muy femenina diosa Perséfone. Jasón llega a la Cólquide liderando una manada de machotes argonáuticos, pero regresa a Yolcos de la mano sensual y asesina de la apabullante Medea. Perseo marcha solito a degollar a la Medusa, y en el camino de vuelta salva a Andrómeda de ser merendada por el monstruo marino. Penélope, esposa y madre, aguarda constante a Odiseo, cuyo viaje de regreso está marcado por la fuerza femenina de Circe y de Calipso. El hogar de regreso, el espacio habitable, es patrimonio del símbolo femenino, por mucho que les escueza admitirlo a las obsesivas mentalidades feministas más trasnochadas. El verdadero feminismo ha de ser el que rescata y valoriza las cualidades profundas y extraordinarias de la mujer, y no el que disfraza a mujeres de hombres, en pos de una igualdad superficial y grotesca que esconde el peor de los machismos. Femenino es el hogar, como femenina fue la diosa que se veneró cuando los seres humanos pasaron de nómadas a sedentarios. Femeninas son las catedrales góticas, las que llevan en su nombre a María, y que eran el símbolo mismo de la ciudad, paradigma de la comunidad que habita un lugar".




"Puede parecer que hablamos del misticismo como de algo reservado, prácticamente inalcanzable y apto solo para unos pocos seres de luz, santos devotísimos o almas elegidas. De nuevo, error. Todos somos elegidos. Con toda seguridad, todos hemos tenido y tendremos ese inevitable duelo con la infinitud, con lo absoluto, con lo más trascendente. Prueba de ello son el nacimiento y la muerte. Alumbramiento y defunción tienen por necesidad algo de místico. Y hablo en la dimensión fisiológica, pero lo hago extensivo a la psique, a la mente, al entendimiento, al corazón y, por supuesto, al espíritu. Estoy aludiendo al proceso iniciático que transforma a cualquier ser humano en un ser nuevo. Hablo de las mil oportunidades que nos regala la vida para morir y nacer de nuevo en una constante metamorfosis. Me refiero a los mil laberintos a los que podemos acceder para efectuar ese acto de creación, en cuyo centro se opera el gran misterio. No se puede nacer sin morir previamente. Cambiar implica asumir una destrucción: algo tiene que dejar de ser para dar paso a una nueva existencia. Aquello que ya no va a seguir siendo es lo que muere, y con su muerte posibilita la aparición de lo nuevo. Por eso en la tragedia griega el héroe debe morir: no es un individuo, es la alegoría de un orden de existencia caduco. Ese es el verdadero y único acto sacrificial. Y esta divina catarsis pasa indefectiblemente por la experiencia de lo eterno".

Laberintos, Jaime Buhigas Tallon.